OPINIÓN.
Raro es el día en el que los medios de comunicación no nos
recuerdan que el paro sigue siendo la principal preocupación de la gente. “Dos
millones de españoles no volverán a tener empleo”, pronosticaba recientemente
un reconocido experto en la materia y, asimismo, las negativas cifras que, de
tanto en tanto, se hacen públicas, nos informan de la ingente cantidad de
jóvenes -los mejores preparados de la historia-, que se ven obligados a buscarse
la vida fuera de nuestras fronteras. Y tampoco olvidemos la creciente cantidad
de familias enteras, cuyos miembros no perciben ninguna prestación laboral.
“Esto tiene que petar por alguna parte”, sostiene un amigo que no se cree
demasiado las optimistas predicciones oficiales.
Pero al margen de este cuadro tan poco halagüeño, se detectan
toda una serie de sombras que suelen difuminar todavía más las cifras del paro,
como es el caso de la economía sumergida y, sobre todo, el lacerante problema de
la precariedad laboral. Vivimos tiempos en los que parece haberse puesto de
moda una perversa práctica laboral: la obsolescencia programada; algo parecido
a lo que sucede con los electrodomésticos y otros modernos artilugios, cuya
duración está calculada para que dure un tiempo limitado. Me cuentan que hay
empresas que impunemente utilizan a trabajadores de usar y tirar; empresas
ubicadas, por poner un ejemplo cercano, en la Zona de Actividades Logísticas
(ZAL) del Port de Barcelona.
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