OPINIÓN.
Es un ritual casi enfermizo que, en los últimos años, se ha
convertido en rutina. De buena mañana, después de desayunar y de asearme, lo
primero que hago es despertar de su virtual sueño nocturno al ordenador de casa
para que me cuente la cotidiana actualidad. Desde lo local a lo global, hago un
barrido de urgencia de las ediciones digitales de la prensa, y luego, con algo más
de calma, le doy un repaso a los contenidos que más me interesan. Sin duda, son
los afectos colaterales de haber ejercido durante un buen puñado de años el noble
oficio de contar lo que sucede. Pero ahora las cosas han cambiado
sustancialmente para mí y ya no me acucian las prisas, eso que los periodistas
denominamos inmediatez.
Y lo más inmediato que ahora mismo acude a mi mente, es la
escandalosa lista de casos de corrupción que se llegó a acumular a lo largo y
ancho del pasado mes de octubre, el cual se cerró con 141 imputaciones por las
tarjetas negras de Bankia, las nuevas implicaciones del clan Pujol, las
derivadas de la ‘Operación Púnica’ y las del pufo de Andalucía. Se contabilizan
un total de 1.900 imputados y al menos 170 condenados por causas de corrupción
en España, leo en alguna parte. Entre otros, están pringados dos ex
vicepresidentes de Gobierno, los Duques de Palma, un ex-presidente de la CEOE,
ex-ministros y ex-senadores. ‘The Economist’ titulaba que la política española
está llena de ‘manzanas podridas’ y alguien ya ha pedido que los delitos
económicos no prescriban y se solicita 30 años de inhabilitación para los
condenados.
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