OPINIÓN.
Camino por las calles de la ciudad en la que vivo y me
encuentro con todos los negocios
cerrados. Mejor dicho, con casi todos, ya que cerca de mi casa el bar
‘Neti’, regentado por un rumano, mantiene sus puertas abiertas; igual que ‘El
gall i la gallina’ de la Plaça de la Vila, que ahora es de los chinos. También compruebo
que están abiertas las tiendas de los paquistaníes y de los magrebíes. Claro, la
mayoría de estas etnias no son cristianas, me espeta mi amigo (“El Cínico”) y, por tanto, “les
importa un carajo la pachanga navideña”. Además de los aires casi siberianos que
soplaban el pasado 25 de diciembre, la globalización nos ha traído todas estas
novedades y no nos queda otro remedio que apechugar con ellas.
Estas fechas navideñas, las aprovechaba para comunicarme con
mis queridos nietos, Tiago y Martina, residentes en Buenos Aires, para
desearnos un pronto reencuentro y, con mi pariente Violette, que vive en la Bretaña
francesa, mantenía una cálida conversación. Pero de todas las felicitaciones que
estoy recibiendo estos días -casi todas por vía telefónica, o a través de las
redes sociales-, ha habido una que me ha emocionado muy especialmente. Me llegaba
desde Venezuela y, en ella, se reflejaba la más pura esencia del espíritu
navideño. El mensaje era de mi primo Enrique Cid, quien con nostalgia me
recordaba sencillas historias de antaño, de cuando fugazmente coincidimos en
nuestra ourensana villa natal (Xinzo de Limia).
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