Opinión.
Lo reconozco, con el
transcurso de los años me he vuelto un poco quisquilloso y, según mi querida
esposa, algo cascarrabias, pero la pócima milagrosa que te libera de la
gilipollez de la fugaz juventud y te conduce
a la sabiduría de la madurez, acostumbra a transformarte en un ser más meticuloso
y observador de lo que pasa a tu alrededor, una cualidad que va más allá de la legítima
pretensión de triunfar en la vida. Sirva este particular preámbulo para centrar
la cuestión que pretendo plantear a continuación, y que tiene que ver con las
diferentes clases de basura que se suele acumular, no solo en las calles y
plazas de nuestros pueblos y ciudades, sino también la que anida en la mente de
algunos de sus habitantes más poderosos.
Sabido es que la limpieza
de la vía pública no es precisamente una cualidad que caracterice a algunos
enclaves geográficos del sur de Europa, incluida la península Ibérica, donde la
gente vive más en la calle. Los expertos acostumbran a señalar que se trata de una
cuestión cultural. “Sí, sí, pero de falta de cultura, tanto en el ámbito
familiar como educacional”, me enfatizaba días atrás mi irreductible amigo y
vecino (“El Cínico”). Sin ir más lejos, las calles de la ciudad en la que vivo
acostumbran a estar sembradas de colillas, papeles, defecaciones caninas y de todo
tipo de desperdicios que sirven de pasto a las palomas, “esa especie de ratas
voladoras, que no cesan de reproducirse y de dejarlo todo hecho una auténtica
mierda”, apostillaba mi amigo.
Al margen de la
incontrolable basura marítima y espacial, cabe preguntarse, ¿qué es lo que pasa
más arriba de los países ribereños del Mediterráneo?, sencillamente, que la limpieza
acostumbra a ser muy superior a la que se observa aquí abajo. Por ejemplo, en
Suiza, lo primero que me llamó la atención fue precisamente la meticulosa
limpieza que había en todo su entorno urbano y rural. Enseguida, alguien me
advirtió, “¡no te se ocurra tirar nada al suelo, si no quieres pagar una multa!”.
Pero en tierras helvéticas sucede que no todo es oro lo que reluce. “Es verdad,
hay mucho oro, pero también hay mucha basura escondida en lo más recóndito de
sus impenetrables muros bancarios”, me
cuchicheó al oído alguien que nada tenía que ver con el famoso Falciani.
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