Opinión.
Desde
el pasado 20-D, los diferentes candidatos que aspiran a gobernar esta
especie de jaula de grillos en la que se ha convertido la res pública
hispana, se han estado atizando de lo lindo con el
recurrente y cansino ‘¡y tú más!’, e incluso, “no se han parado
en prendas a la hora de llamarse el nombre del cerdo”, tal como suele
repetir mi inefable amigo (“El Cínico”). Recuerdo que, en mis tiempos
juveniles, los colegas que no paraban de tocar
las pelotas en tu entorno más íntimo, no jugaban en tu mismo equipo y,
por tanto, quedaban automáticamente descartados de cualquier pacto de
reconciliación. Es, por esta razón, por la que no dejo de hacerme la
misma pregunta: “¿con quién pactarán finalmente
sus acusicas señorías?
El
solsticio de verano llegaba con su luminosa y prometedora luna llena,
una coincidencia que no se producía desde hacía casi 70 años (entonces
yo ya rondaba por este mundo), y solo parecía perturbado,
en USA, por Donald Trump y, en la Gran Bretaña, por el Brexit. Al
final, ganaba el ‘good bye’ de la pérfida Albión a Europa y se encendían
todas las alarmas de una futura UE resquebrajada. Pero, aquí, en suelo
patrio, la gran incógnita a despejar seguía siendo
la misma: si después del 26-J, nadie es capaz de parlamentar y de
conjugar el verbo pactar, ¿volveremos a tener que soportar el calvario
de unas terceras elecciones generales? Esta es, sin duda, la espada de
Damocles que pende sobre nuestras desprotegidas
cabezas.
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