Opinión
De
todos los e-mails que llevo recibidos este menguado mes de febrero, en
el que coinciden
pecaminosas celebraciones carnavalescas y
mercantilistas exaltaciones del amor, me llamaba la atención el anuncio
de la llegada a España de una escuela para aprender a enamorarse. Los
promotores del invento aseguran que “recientes estudios basados en las
neurociencias, han demostrado que el amor no es una variable aleatoria,
sino una habilidad que puede ser adquirida
para encontrar a la pareja perfecta con el mínimo esfuerzo”. Esta es,
al menos, la teoría que defiende la denominada Escuela Neurocientífica
del Amor, que llega a suelo patrio “con el objetivo de enseñar cuál es
el algoritmo que permite a dos personas enamorarse”.
Manuel Dobaño. Periodista. |
Leyendo
este tipo de cosas, uno no puede evitar rememorar aquello de que ‘la
ciencia avanza que es una barbaridad’, hasta el punto de que ya se está
especulando que, en un futuro no muy lejano, los robots
sustituirán en gran parte a las personas, y ya se habla de la cuarta
revolución industrial. Y para dar veracidad a esta robótica cuestión,
incluso ya se está empezando a plantear si estos artilugios humanoides
deben o no cotizar a la Seguridad Social para
cubrir su hipotética jubilación. Y para completar semejante maravilla
de la ciencia, supongo que los robots de marras también llevarán
incorporado un corazoncito que les permita envejecer e, incluso,
enamorarse entre ellos, eso sí, sin distinción de sexos
y creencias religiosas.
Según
mi amigo (“El Cínico”), lo de la escuela esa del amor, lo consideraba
“una auténtica chorrada”, porque el enamoramiento, en su opinión, no es
más que “un estado transitorio de gilipollez”. Y, sobre
los robots-obreros, me largaba que era una alucinación por mi parte, ya
que no había leído en ninguna parte que nos fueran a quitar el curro ni
nada por el estilo. “Manolo, creo que has tenido un calentón y debo
creer que todo lo que me acabas de contar es
producto de este febrerillo loco que ha chamuscado tus neuronas”. Y,
antes de despedirnos, mi amigo me confesaba que aplaudía a las modelos
que “se niegan a parecer esqueletos vivientes” y me añadía que él las
prefería ‘curvys’, o sea, moderadamente entradas
en carnes. También puede leer este artículo en El Prat al día.
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