OPINIÓN.
Enfrente de mi domicilio hay una tienda pakistaní, y en un
radio inferior al medio kilómetro, se concentra una peluquería magrebí, un
bazar y un restaurante chinos, un bar rumano, una tintorería argentina y algún que
otro negocio más regentado por extranjeros de ignorada nacionalidad. Paseando
por las calles y plazas de la ciudad en la que vivo, suelo cruzarme con
personas venidas de un montón de países, lo que reafirma que vivimos en una
sociedad cada vez más multiétnica y globalizada. Esta realidad sociológica, se
puede constatar en cualquier rincón de la piel de toro; sin ir más lejos, en mi
propia villa natal (Xinzo de Limia), donde en los últimos años también han recalado
ciudadanos de diversas procedencias.
Dentro de este contexto de diversidad cultural, a uno le
cuesta cada vez más toparse con gente conocida, todo lo contrario de lo que solía
ocurrir décadas atrás; en aquel oscuro período de nuestra historia dominaban
las comunidades cerradas y, en cierta manera, vivíamos aislados del resto del
mundo. Por suerte, ahora los tiempos han cambiado, y la mejor manera de
comprobarlo, es dejarnos caer por uno de esos emblemáticos lugares turísticos de
nuestras ciudades. Un claro exponente de esa diversidad multirracial, lo
podemos encontrar, por ejemplo, en los alrededores de la Sagrada Familia de
Barcelona, donde con frecuencia paso a recoger a mi nieto Samuel, integrante de
la escolanía del templo gaudiniano.
A propósito de toda
esta serie de pequeñas y cotidianas historias, mi amigo (“El Cínico”) me
comentaba que “la Sagrada Familia es como la ONU, por allí pasan diariamente todas
las razas posibles, sobre todo, japoneses”. Y mientras días atrás hacía tiempo
para recoger a mi nieto, sucedió que se me acercó una pareja de turistas para
preguntarme cuál era el mejor camino para darse un garbeo por las famosas
Ramblas barcelonesas. Tras informarles sobre la cuestión, me interesé por su
lugar de procedencia y me informaron que ella era turca, pero que él era español
y que ambos vivían en Estambul. “¿De qué parte?”, le inquirí, y me contestó que
era de Verín, muy cerca de donde yo nací (1). Definitivamente, el mundo es un pañuelo.
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